Todos vimos lo inmediato: un
colibrí acercándose a una flor para tomar su néctar. Pero la flor no era una
flor y el colibrí no era un colibrí.
Cuenta la leyenda que había un
niño que no era como los demás. La vida la contemplaba siempre desde su
ventana. Ahí veía a los niños jugar a ser mayores, a la gente seria correr para
ir no se sabe dónde. Veía como caía el agua de las tormentas para luego salir
el sol. Veía como iban cambiando los colores que indicaban el paso de las
distintas estaciones. Veía y observaba todos los cambios, desde los más
notorios hasta los más sutiles.
Y entre todo este mundo cambiante
de su alrededor sólo permanecía invariable su habitación. Mejor dicho, su
habitación y su lucero. Una estrella a la que esperaba todas las noches. Esperaba
que pasara el día con todas sus velocidades para que oscureciera y saliera
ella, su compañera. A ella le hablaba y le contaba todo lo que quería, a ella
le decía lo rápido que iba su mente, y cómo volaba en sueños.
Tanto deseó volar que un buen
día, al amanecer se puso enfermo, y así pasó toda la semana. Poco a poco fue
empequeñeciendo. Todos sus familiares se extrañaban, pero él no decía nada, ni
tampoco levantaba la sábana porque de lo contrario descubrirían su secreto: le
estaban saliendo plumas, tantas que una buena noche dejó su cama y se puso a
volar sin cesar hasta llegar cerca de su amiga la estrella y susurrarle al oído
cuánto la había echado de menos.
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